(Publicado originalmente el 11 de septiembre de 2013 en Cantera Noticias)
Por Erik Quintanar / @ErikQuintanar
Por Erik Quintanar / @ErikQuintanar
En relación a las
reformas a la Ley para la “reforma educativa” promovida por el Gobierno Federal
La ley para que sea legítima tiene que ser conforme a la voluntad popular, no del gobierno, y para que sea justa debe ser conforme a la razón universal, no al capricho ni a razones subjetivas.
Normalmente la gente, los gobiernos y las personas comunes,
no tienen interés en salir de su orden preestablecido, porque es ahí donde
actúan de cotidiano con cierta tranquilidad y persiguen con confianza sus
objetivos y necesidades. Es ahí donde generalmente se exasperan automáticamente
contra quienes hacen manifestaciones y proponen o exigen cambios, o se oponen a
ellos, como en este caso la CNTE, y no aceptan, más que tras fuertes presiones,
la necesidad del diálogo y la negociación. Pero todos somos seres humanos,
ciudadanos y sujetos de derechos. A veces se nos olvida. Nuestra situación
económica, laboral, cultural, ambiental, política, espiritual, etc. es harto
diferente. Nuestras necesidades concretas son también diferentes, aunque en
sentido general son iguales.
De inmediato alguien podría saltar y decir: -¡Por eso! todos
tenemos derechos, y sus derechos de uno terminan donde empiezan los del otro,
¡así que no me chinguen!, ¡que no me afecten con sus manifestaciones!, ¡que no
afecten a mis hijos privándolos de sus clases!
No le interesa detenerse a escuchar.
Por supuesto, también hay manifestaciones inauténticas,
mezquinas, politiqueras. Pero es corriente que ni los gobiernos ni las personas
comunes se interesen en distinguir la diferencia, o analizar cuando una
manifestación es genuina o cuando es una simple treta de poder.
Propongamos una premisa. Si tenemos un grupo bastante nutrido
de manifestantes airosos contra un gobierno, no podemos asumir que se trata de
un ejército de zombis manipulados. ¡Tienen un motivo auténtico para
manifestarse! -más aún si los manifestantes no son miembros directos de la
clase política-, y entre más manifestantes sean y más airosas sean sus
protestas, más legítimo ha de ser su motivo. Se puede obligar o ‘coercionar’ a
grandes cantidades de personas para presentarse a una manifestación, portar
sombreritos de cierto color, camisetas rotuladas y banderitas, y lanzar
consignas, pero no a apasionarse con las causas de la manifestación. Al menos
no, en tanto se trate todavía de seres humanos. Cuánto más aún, cuando esa
pasión a veces los lleve a actuar al margen de la ley y desviarse de los
caminos adecuados que requieren sus propios intereses. Cuando hay un dolor
intenso es natural la respuesta violenta. Aún con todo, hay manifestaciones
pacíficas y minoritarias igual de legítimas. El gobierno debe escuchar,
dialogar y negociar siempre, en tanto pretenda que es un gobierno democrático.
No podemos sin embargo, negar que las masas se contagian -más
cuánto más jóvenes sean sus participantes-, y que si un grupo de infiltrados, o
tal vez unos cuántos irresponsables comienzan a cometer excesos contra las
personas, policías o propiedad ajena, es posible que la pasión se desborde en
cualquier manifestación. Pero sobre todo, cuando ocurre la respuesta policial.
El miedo, el ego y la adrenalina surten efecto creciente ante este tipo de
situaciones de estrés público. Pero me parece altamente improbable que los
miembros de una manifestación auténtica se involucren mayoritariamente en los
excesos, pues están consientes en todo momento de su objetivo principal. Y si
lo hacen, es seguramente porque el gobierno no ha sabido o no ha querido
escuchar. El gobierno debe ser capaz -¡y es su altísima obligación!- de saber
diferenciar a los auténticos manifestantes de los manifestantes infiltrados,
como una política de Estado, y tener el tacto para actuar frente a los excesos
de éstos, que no son delincuentes comunes y corrientes: algunos solo se dejaron
llevar por la pasión, y de otros sus excesos son motivados por razones
políticas y no delincuenciales (en los casos de los infiltrados pagados por el
mismo gobierno o grupos políticos, sí suelen ser delincuentes corrientes, en
cuyo caso, es evidente que el gobierno en turno no actuará contra ellos) Aceptemos
la necesidad de la intervención policial contra los que cometen excesos en una
manifestación política -aunque con un tratamiento especial, con tacto político
y social, recordando que no son delincuentes comunes-, pero también la
obligación del gobierno de dialogar y negociar, aunque haya excesos. Es común
que los gobiernos usen los excesos de unos para reprimir el movimiento de otros
y desconocer la manifestación auténtica.
El tema de los manifestantes revolucionarios, como ciertos
grupos anarquistas o comunistas, es diferente, y merece un análisis separado y
concienzudo. Puesto que éstos, normalmente parece que no buscan la
manifestación como tal, sino que se infiltran en todos los movimientos sociales
posibles, para aprovechar las coyunturas y llevar esas manifestaciones hacia
sus fines, tratando de ganar adeptos ideológicos mediante la pasión del
hartazgo social hacia la ineficiencia y perversión de los gobiernos, que no son
capaces de proveer justicia social y proteger al individuo frente a los grandes
capitalistas, pero sobre todo, propiciando la desconfianza hacia el poder en la
idea de que los gobiernos siempre son aliados del capital y contra el pueblo.
Si bien los revolucionarios creen en muchos casos (no siempre) que la violencia
es la única manera realmente posible de transformación para alcanzar el máximo
bien público, no podemos en ello, precipitadamente, denunciar motivos
ilegítimos, si bien pueden ser ilegales los métodos. Y en ello debemos recordar
a Gandhi: “cuando una ley es injusta lo correcto es desobedecer”. Aunque
Gandhi, como es sabido, optaba por la desobediencia civil pacífica, como
aprendió en parte del ruso León Tolstói y del estadounidense Henry David
Toreau.
Hay por supuesto, quienes consideran legítimamente, que si
una ley es injusta lo correcto es luchar por los canales legales para
modificarla, a través de la comunicación con los legisladores (solo
aspiracional en estados democráticos); lo cual, no está de más notar que
normalmente es un verdadero y eterno suplicio, más cuando los legisladores
suelen ser sujetos copartícipes del pastel del poder, cómplices y
corresponsables del estado actual de las cosas, y que en muchos casos tienen
muy poco interés y capacidad para escuchar a sus representados y promover las
reformas y aplicaciones legales que éstos solicitan.
¿Pero dónde queda la Ley. Dónde la Razón? ¿La Razón del Poder
o la Razón del Pueblo? ¿La Razón del statu quo o la Razón
de la Revolución?, ¿hay una Razón universal, imparcial, igual para todos? Y,
una vez superada la dificultad lógica, ideológica, ¿cómo dilucidar el conflicto
cuando en la lucha política prima sobre todo la simulación y la estrategia para
fines preestablecidos e “incuestionables” para cada uno? ¿Podemos esperar que
la gente, los grupos civiles, los gobiernos, revisen sus fines, sus objetivos,
o solamente esperaremos que gane el que detente más poder, y, en caso de
lograrse el consenso éste resulte de un simple equilibrio de fuerzas entre los
actores del conflicto? ¿Tiene algún sentido dilucidar filosóficamente la
naturaleza y características del conflicto? Desde la perspectiva del observador
y el tercero afectado, parece que sí. Uno debe saber a quién apoya y contra
quién, y para ello necesita buenas razones, en donde las razones son
razonamientos y no solo intereses.
El conflicto normalmente se destraba cuando ambas partes
obtienen algo que les parece razonable a ambas, no necesariamente cuando
obtienen lo que buscaban al inicio. Lo razonable muchas veces está en función
de la satisfacción de necesidades o deseos materiales, derechos, libertades y
privilegios (los privilegios son por naturaleza para unos cuántos, generalmente
los líderes o grupos minoritarios); aunque en gran medida está en función del
poder, de lo que realmente puede cada uno de los actores hacer frente al poder
desplegado por el otro. Uno acepta de lo que quiere lo que puede. Sin embargo,
en el fondo, y muchas veces también, lo razonable está en función de lo que se
comprende como universalmente válido, razonable: lo justo. Se puede uno
conformar con lo posible, momentáneamente, pero nunca se conforma con menos de
lo justo para siempre.
Para algunas personas –léase políticos, caciques y caudillos-
es relativamente fácil engañar a grupos de ‘gentes’ sobre lo que es razonable o
justo –más cuanto más pobres y necesitados están- por eso es importante que las
masas se cultiven en la razón. Es por ello que los maestros y universitarios no
aceptan mayoritariamente una política educativa neoliberal, privatizadora, que
pretende suprimir la formación crítica, a cambio de favorecer solo la
capacitación productiva para crear mano de obra para las grandes empresas, ni
una política laboral docente (porque la reforma educativa parece que va más
sobre lo laboral y no parece reformar para bien los planes de estudio ni los
recursos económicos e infraestructura para la educación, pero sobre todo, no
coloca en los puestos importantes de la política educativa a gente capaz y
adecuada) que debilita la fuerza opositora del sector magisterial y facilita la
imposición de las políticas pretendidas por los grandes capitales y los
gobiernos afines.
Ahora, si bien la Ley debe establecerse conforme a la Razón,
y no conforme al capricho popular, un Estado democrático no debería decidir
unilateralmente lo que es razonable y justo para convertirlo en ley, ni tan
siquiera una comisión especializada (-y mucho menos un grupo de órganos
empresariales como Mexicanos Primero en colaboración con la OCDE. Revista Proceso, edición 1923) ha de decidir eso para
legislar sobre los derechos y deberes de un grupo social, como ahora los
maestros, o la nación en su conjunto, máxime cuando se trata de legislar sobre
evaluación en materia educativa y laboral, contra los expertos en materia
educativa. Ahí está la falacia: se disfraza de educativa una reforma laboral. El
gobierno no debe tener tanta prisa por sacar una reforma educativa (laboral),
sorteando la necesidad del diálogo y la negociación, pues si hay un sector que
puede conocer lo que se debe corregir en la educación y cómo, ese es justamente
el sector al que están privando del derecho de opinar. Y si hay un responsable
del estado actual de la calidad de la educación y las deficiencias educativas
de los maestros, ese responsable es justamente el gobierno a lo largo de los
distintos sexenios y de los distintos colores partidistas. Una reforma que
pretenda mejorar la calidad de la educación no puede desconocer la opinión del
magisterio. En una democracia -es más, en una comunidad humana cualquiera- no
debe aceptarse el autoritarismo legislativo. La ley se debe negociar con los
afectados y consensuar con todo el pueblo, si bien debe tender a la razón.
La ley para que sea legítima tiene que ser conforme a la voluntad popular, no del gobierno, y para que sea justa debe ser conforme a la razón universal, no al capricho ni a razones subjetivas.
Amar es encontrarle sentido a la vida en lo amado. He así como el filósofo ama la sabiduría, y ésta, como todo lo amado, es escurridiza.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario