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Este comentario no busca cuestionar al feminismo serio y responsable ni a sus respetables representantes a lo ancho y largo del mundo, teóricas ni políticas, ni deslegitimar las causas profundas y auténticas del feminismo; pero es menester para mí expresar mi opinión sobre esto que cada vez más copa los medios y las redes sociales.
El feminismo activista ha desarrollado una suerte de "teatralización" del miedo, el asco, el odio, para defender sus demandas, de tal modo que no tengan necesidad de argumentar. Y es que el miedo se justifica por sí mismo, no necesita argumento. Si alguien tiene miedo se le debe hacer caso sí o sí, y si es grupal o colectivo no se puede acusar un desorden mental. Dado el carácter político del activismo, en tanto lucha de poder, ello parece adecuado y funcional, pero no aplica igual en el diálogo racional. Tal así que cuando alguien (ordinariamente un hombre, pero también mujeres no feministas) tiene posturas u opiniones contrarias a las de estas feministas activistas lo acusan, lo señalan, le huyen gritando "¡machista!, ¡violador!, ¡cómplice!". En las discusiones expresan reiteradamente asco, repugnancia, odio, contra los argumentos, acusando al interlocutor de justificar la dominación y el abuso, y endilgándole epítetos como "cerdo", "asqueroso", "animal". Se alejan, huyen gritando, se encierran en "espacios seguros" para manifestar su rechazo, y cortan toda relación, así se trate de amigos de años, para asegurarse de que el mensaje sea entendido, aprendido, para que quede claro que huyen, que "están" en peligro. Apelan a las emociones básicas de supervivencia para persuadir, para someter a los demás a su orden, ganando simpatías y solidaridad, apelando a la "empatía", pero más al impacto mediático, al espíritu rebelde y revolucionario de los jóvenes, y a la culpa y compasión de los viejos.